Prefacio
Nunca me había detenido a pensar en cómo iba a morir, aunque me habían sobrado
motivos en los últimos meses, pero no hubiera imaginado algo parecido a esta
situación incluso de haberlo intentado.
Con la respiración contenida, contemplé fijamente los ojos oscuros del cazador al
otro lado de la gran habitación. Éste me devolvió la mirada complacido.
Seguramente, morir en lugar de otra persona, alguien a quien se ama, era una
buena forma de acabar. Incluso noble. Eso debería contar algo.
Sabía que no afrontaría la muerte ahora de no haber ido a Forks, pero, aterrada
como estaba, no me arrepentía de esta decisión. Cuando la vida te ofrece un sueño
que supera ampliamente cualquiera de tus expectativas, no es razonable lamentarse
de su conclusión.
El cazador sonrió de forma amistosa cuando avanzó con aire despreocupado para
matarme.
Capitulo 1
Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en cualquier otro lugar de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al cumplir los catorce años, por lo que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el Sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
—Bella —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara perdida, pero aun así…
—Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso de mentir, pero había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos meses que ahora casi sonaba convincente.
—Saluda a Charlie de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volveré tan pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente. Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas de Phoenix a Seattle, y de allí a Port Angeles, una hora más en una avioneta, y otra más en coche. No me desagrada volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya me había matriculado en el instituto y me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que decirle. Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi aversión hacia Forks.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en Port Angeles. No lo consideré un presagio, simplemente era inevitable. Ya me había despedido del Sol.
Charlie me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me extrañó. Para las buenas gentes de Forks, Charlie es el jefe de Policía Swan. La principal razón de querer comprarme un coche, a pesar de lo escaso de mis ahorros, era que me negaba en redondo a que me llevara por todo el pueblo en un coche con luces rojas y azules en el techo. No hay nada que ralentice más la velocidad del tráfico que un poli.
Charlie me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba a trompicones la escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, Bella —dijo con una sonrisa al mismo tiempo que me cogía y sostenía—. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Renée?
—Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá. —No le podía llamar Charlie a la cara.
Solo traía unas pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Arizona era demasiado ligera para llevarla en Washington. Mi madre y yo habíamos hecho un fondo común con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno, pero, a pesar de todo, era escaso. Todas cupieron fácilmente en el maletero del coche patrulla.
—He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato —anunció una vez que nos abrochamos los cinturones de seguridad.
—¿Qué tipo de coche?
Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto para ti» en lugar de simplemente «un coche perfecto».
—Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
—¿Dónde lo encontraste?
—¿Te acuerdas de Billy Black, el que vivía en La Push?
La Push es una pequeña reserva india situada en la costa.
—No.
—Solía venir de pesca con nosotros durante el verano —me recordó.
Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar los recuerdos dolorosos e innecesarios.
—Ahora está en una silla de ruedas —continuó Charlie cuando no respondí—, por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camión por una ganga.
—¿De qué año es?
Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la pregunta que no deseaba oír.
—Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En realidad, tampoco tiene tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para creer que iba a dejar pasar el tema así como así.
—¿Cuándo lo compró?
—En 1984… Creo.
—¿Era nuevo cuando lo adquirió?
—En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta —confesó con timidez.
—Crist… Papá, no sé nada de coches. No podría arreglarlo si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
—Nada de eso, Bella, el trasto funciona a las mil maravillas. Hoy en día no los fabrican tan buenos.
El trasto, repetí en mi fuero interno. Al menos tenía posibilidades como apodo.
—¿Y qué entiendes por barato?
Después de todo, ése era el punto en el que no podía ceder.
—Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de bienvenida.
Charlie me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
—No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
—No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.
Charlie mantenía la vista fija en la carretera mientras hablaba. Se sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Yo lo había heredado de él, de ahí que también yo mirara hacia la carretera cuando le respondí:
—Es estupendo, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto en Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le mires el diente, ni el motor.
—Bueno, de nada. Eres bienvenida —masculló, avergonzado por mis palabras de agradecimiento.
Intercambiamos unos pocos comentarios más sobre el tiempo, que era húmedo, y básicamente ésa fue toda la conversación. Miramos a través de las ventanas en silencio.
El paisaje era hermoso, por supuesto, no podía negarlo. Todo era de color verde: los árboles, los troncos cubiertos de musgo, el dosel de ramas que colgaban de los mismos, el suelo cubierto de helechos. Incluso el aire que se filtraba entre las hojas tenía un matiz de verdor.
Era demasiado verde, un planeta alienígena.
Finalmente llegamos al hogar de Charlie. Vivía en una casa pequeña de dos dormitorios que compró con mi madre durante los primeros días de su matrimonio. Ésos fueron los únicos días de su matrimonio, los primeros. Allí, aparcado en la calle delante de una casa que nunca cambiaba, estaba mi nuevo monovolumen, bueno, nuevo para mí. El vehículo era de un rojo desvaído, con guardabarros, grandes y redondos, y una cabina de aspecto bulboso. Para mi enorme sorpresa, me encantó. No sabía si funcionaría, pero podía imaginarme al volante. Además, era uno de esos modelos de hierro sólido que jamás sufren daños, la clase de coches que ves en un accidente de tráfico con la pintura intacta y rodeado de los trozos del coche extranjero que acaba de destrozar.
—¡Caramba, papá! ¡Me encanta! ¡Gracias!
Ahora, mañana sería un día bastante menos terrorífico. No me vería en la tesitura de elegir entre andar tres kilómetros bajo la lluvia hasta el instituto o dejar que el jefe de Policía me llevara en el coche patrulla.
—Me alegra que te guste —dijo Charlie con voz áspera, nuevamente avergonzado.
Subir todas mis cosas hasta el primer piso requirió un solo viaje escaleras arriba. Tenía el dormitorio de la cara oeste, el que daba al patio delantero. Conocía bien la habitación; había sido la mía desde que nací. El suelo de madera, las paredes pintadas de azul claro, el techo de cielo raso a dos aguas, las cortinas de encaje ya amarillentas flanqueando las ventanas… Todo aquello formaba parte de mi infancia. Los únicos cambios que había introducido Charlie se limitaban a sustituir la cuna por una cama y añadir un escritorio cuando crecí. Encima de éste había ahora un ordenador de segunda mano con el cable del módem fijado al suelo con grapas hasta la toma de teléfono más próxima. Mi madre lo había estipulado de ese modo para que estuviéramos en contacto con facilidad. La mecedora que tenía desde niña aún seguía en el rincón.
Sólo había un pequeño cuarto de baño en lo alto de las escaleras que debería de compartir con Charlie. Intenté no darle muchas vueltas al asunto.
Una de las cosas buenas que tiene Charlie es que no se queda revoloteando a tu alrededor. Me dejó sola para que desempacara mis cosas y me instalara, una hazaña que hubiera sido del todo imposible para mi madre. Resultaba estupendo estar sola, no tener que sonreír ni poner buena cara; fue un respiro que me permitió contemplar a través del cristal la cortina de lluvia con desaliento y derramar unas pocas lágrimas. No estaba de humor para una gran llantina. Eso podía esperar hasta que me acostara, para reflexionar sobre lo que me aguardaba al día siguiente.
El aterrador cómputo de estudiantes del instituto de Forks era de tan sólo trescientos cincuenta y siete, ahora trescientos cincuenta y ocho. Solamente en mi clase de tercer año en Phoenix había más de setecientos alumnos. Todos los jóvenes de por aquí se habían criado juntos y sus abuelos habían aprendido a andar juntos. Yo sería la chica nueva de la gran ciudad, una curiosidad, un bicho raro.
Tal vez podría utilizar eso a mi favor si tuviera el aspecto que se espera de una chica de Phoenix, pero físicamente no encajaba en modo alguno. Debería ser alta, rubia, de tez bronceada, una jugadora de voleibol o quizá una animadora, todas esas cosas propias de quienes viven en el valle del Sol.
Por el contrario, mi piel era blanca como el marfil a pesar de las muchas horas de sol de Arizona, sin tener siquiera la excusa de unos ojos azules o un pelo rojo. Siempre he sido delgada, pero más bien flojucha y, desde luego, no una atleta. Me faltaba la coordinación suficiente para practicar deportes sin hacer el ridículo o dañar a alguien, a mí misma o a cualquiera que estuviera demasiado cerca.
Después de colocar mi ropa en el viejo tocador de madera de pino, me llevé el neceser al cuarto de baño para asearme tras un día de viaje. Contemplé mi rostro en el espejo mientras me cepillaba el pelo enredado y húmedo. Tal vez se debiera a la luz, pero ya tenía un aspecto más cetrino y menos saludable. Puede que tenga una piel bonita, pero es muy clara, casi traslúcida, por lo que su aspecto depende del color del lugar y en Forks no había color alguno.
Mientras me enfrentaba a mi pálido reflejo en el espejo, tuve que admitir que me engañaba a mí misma. Jamás encajaría, y no sólo por mis carencias físicas. Si no me había hecho un huequecito en una escuela de tres mil alumnos, ¿qué posibilidades iba a tener aquí?
No sintonizaba bien con la gente de mi edad. Bueno, lo cierto es que no sintonizaba bien con la gente. Punto. Ni siquiera mi madre, la persona con quien mantenía mayor proximidad, estaba en armonía conmigo; no íbamos por el mismo carril. A veces me preguntaba si veía las cosas igual que el resto del mundo. Tal vez la cabeza no me funcionara como es debido.
Pero la causa no importaba, sólo contaba el efecto. Y mañana no sería más que el comienzo.
Aquella noche no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El siseo constante de la lluvia y el viento sobre el techo no aminoraba jamás, hasta convertirse en un ruido de fondo. Me tapé la cabeza con la vieja y descolorida colcha y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en un fino sirimiri.
A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y sentí que la claustrofobia se apoderaba de mí. Aquí nunca se podía ver el cielo, parecía una jaula.
El desayuno con Charlie se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en la escuela y le di las gracias, aun sabiendo que sus esperanzas eran vanas. La buena suerte solía esquivarme. Charlie se marchó primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia. Examiné la cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios de amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Hace dieciocho años, mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa. Había una hilera de fotos encima del pequeño hogar del cuarto de estar, colindante con la cocina y del tamaño de una caja de zapatos. La primera era de la boda de Charlie con mi madre en Las Vegas, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentirme incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El crujido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se aferraba al pelo por debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Charlie o Billy debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí. Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio funcionaba, un añadido que no me esperaba.
No resultó difícil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela, sólo me detuve gracias el cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks. Se parecía a un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde estaban las alambradas y los detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba «Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un sendero de piedra flaqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos. Vestía una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me produjo la sensación de ir vestida con ropa demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
—¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Isabella Swan —le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la caprichosa ex mujer del jefe de Policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.
Trajo varias cuartillas al mostrador para mostrármelas. Repasó todas mis clases y marcó el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le devolví la sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí, me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley. Era habitual ver un Mercedes nuevo o Porche en el aparcamiento de los estudiantes. El mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aún así, apagué el motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé todo en la mochila, me la eché al hombro y respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.
Pasé una vez al lado de la cafetería. El edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme la puerta. Para paliarla, contuve la respiración y entré detrás de dos personas que llevaban impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que me adelantaban se detenían en la entrada para colgar sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez clara como porcelana y otra chica, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Mason. Se quedó mirándome embobado al leer mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica: Brontë, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo… y aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
—¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó.
Tuve que comprobarlo con el programa que tenía en la mochila.
—Eh, Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino. —Demasiado amable, sin duda—. Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza. Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas. Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve mucho, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprehensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé la manivela—. Tal vez coincidamos en alguna otra clase.
Pareció esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de Español, y me acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados. No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los profesores y las clases. No intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas, a quienes me presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde me encontraba. Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había peligro en que los estudiara sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro chico. De los tres, uno era fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el pelo del color de la miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista Sports Illustrated, y todas las chicas de alrededor perdían buena parte de su autoestima sólo por estar cerca. Tenía el pelo rubio, que le caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punto señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin Sol. Más pálida que yo, que soy albina. Todos tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras malvas, similar al morado de las moladuras. Era como si todos padecieran de insomnio o se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero todo aquello no era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo, eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo como el rostro de un ángel. Resulta difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada, unos de otros, del resto de los estudiantes, de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja —el refresco sin abrir, la manzana sin morder— mientras los miraba y se alejó con un trote grácil, veloz, propio de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a la que habría considerado posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
—¿Quiénes son ésos? —pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más juvenil, tal vez el más joven, me miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, entonces sus ojos oscuros se posaron sobre los míos.
Desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera levantado los ojos en una involuntaria respuesta cuando mi compañera de mesa pronunció su nombre.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa, igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se acaba de marchar se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora miraba su bandeja mientras desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y pasados de moda!, pensé. Era la clase de nombres que tenían nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, tal vez fueran los nombres propios de un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de historia en Phoenix.
—Son… guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
—¡Ya te digo! —Jessica asintió mientras soltaba otra risita tonta—. Pero están juntos. Me refiero a Emmet y Rosalie, y Jasper y Alice, y viven juntos.
Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo pequeño, pero, para ser sincera, he de confesar que aquello daría pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.
—¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen parientes…
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre veinte y muchos y treinta y pocos. Todos son adoptados. Los Hale, los rubios, son hermanos gemelos, y los Cullen son su familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de acogida.
—Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han vivido con la señora Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos niños siendo tan jóvenes.
—Supongo que sí. —Admitió Jessica muy a su pesar. Me dio la impresión de que, por algún motivo, el médico y su mujer no le caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección a sus hijos adoptivos, supuse que eran celos, luego, como si con eso disminuyera la bondad del matrimonio, agregó—: Aunque tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas furtivas una y otra vez hacia donde se sentaba aquella extraña familia. Continuaron mirando las paredes y no probaron bocado.
—¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así, seguro que los habría visto en alguna de mis visitas durante las vacaciones de verano.
—No —dijo en una voz que dio a entender que debía de ser obvio, incluso para una recién llegada como yo—. Se mudaron aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión porque, a pesar de su belleza, eran extranjeros y resulta evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única recién llegada y, desde luego, no la más interesante.
Uno de los Cullen, el más joven, levantó la vista mientras los estudiaba y nuestros ojos se encontraron, en esta ocasión con una manifiesta curiosidad. Cuando desvié la mirada, me pareció que en sus ojos brillaba una expectación insatisfecha.
—¿Quién es el chico de pelo cobrizo? —pregunté.
Lo miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca abierta, a diferencia del resto de estudiantes. Su rostro reflejó una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
—Se llama Edward. Es guapísimo, por supuesto, pero no pierdas el tiempo con él. No sale con nadie. Parece que ninguna de las chicas del instituto le parecen lo bastante guapas —dijo con desdén, en una muestra clara de despecho. Me pregunté cuándo la habría rechazado.
Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré de nuevo. Había vuelto el rostro, pero me pareció ver estirada la piel de sus mejillas, como si también estuviera sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos minutos después. Todos se movían con mucha elegancia, incluso el forzudo. Me desconcertó verlos. Él que respondía al nombre de Edward no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del que me hubiera quedado de haber estado sola. No quería llegar tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas amigas, que tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Angela, tenía, como yo, clase de segundo de Biología a la hora siguiente. Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También era tímida.
Nada más entrar en clase, Angela fue a sentarse a una mesa con dos sillas y un tablero de laboratorio con la parte superior de color negro, exactamente igual a las de Phoenix. Ya compartía la mesa con otro estudiante. De hecho, todas las mesas estaban ocupadas, salvo una. Reconocí a Edward Cullen, sentado cerca del pasillo central, junto a la única silla vacante, por lo poco común de su cabello.
Lo miré de forma furtiva mientras avanzaba por el pasillo para presentarme al profesor y que éste me firmara el comprobante de asistencia. Entonces, justo cuando yo pasaba, se puso rígido en la silla. Volvió a mirarme fijamente y nuestras miradas se encontraron. La expresión de su rostro era de lo más extraño, hostil, airada. Pasmada, aparté la vista y me sonrojé otra vez. Tropecé con un libro que había en el suelo y me tuve que aferrar al borde de una mesa. La chica que se sentaba en la misma soltó una risita.
Me había dado cuenta de que tenía unos ojos negros, negros como carbón.
El señor Banner me firmó el comprobante y me entregó un libro, ahorrándose toda esa tontería de la presentación. Supe que íbamos a caernos bien. Por supuesto, no le quedaba otro remedio que mandarme a la única silla vacante en el centro del aula. Mantuve la mirada fija en el suelo mientras iba a sentarme junto a él, ya que la hostilidad de su mirada aún me tenía aturdida.
No alcé la vista cuando deposité el libro sobre la mesa y me senté, pero lo vi cambiar de postura al mirar de reojo. Se inclinó en la dirección opuesta, sentándose al borde de la silla. Apartó el rostro como si algo apestara. Olí mi pelo con disimulo. Olía a fresas, el aroma de mi champú favorito. Me pareció un olor bastante inocente. Dejé caer mi pelo sobre el hombro derecho para crear una pantalla oscura entre nosotros e intenté prestar atención al profesor.
Por desgracia, la clase versó sobre la anatomía celular, un tema que ya había estudiado. De todos modos, tomé apuntes con cuidado, sin apartar la vista del cuaderno.
No me podía controlar y de vez en cuando echaba un vistazo a través del pelo al extraño chico que tenía al lado. Éste no relajó aquella postura envarada —sentado al borde de la silla, lo más lejos posible de mí— durante toda la clase. La mano izquierda, crispada en un puño, descansaba sobre el muslo. Se había arremangado la camisa hasta los codos. Debajo de su piel clara podía verle el antebrazo, sorprendentemente duro y musculoso. No era de complexión tan liviana como parecía al lado del más fornido de sus hermanos.
La clase parecía prolongarse mucho más que las otras. ¿Se debía a que las clases estaban a punto de acabar o porque esperaba a que abriera el puño que cerraba con tanta fuerza? No lo abrió. Continuó sentado, tan inmóvil que parecía no respirar. ¿Qué le pasaba? ¿Se comportaba de esa forma habitualmente? Cuestioné mi opinión sobre la acritud de Jessica durante el almuerzo. Quizá no era tan resentida como había pensado.
No podía tener nada que ver conmigo. No me conocía de nada.
Me atreví a mirarle a hurtadillas una vez más y lo lamenté. Me estaba mirando otra vez con esos ojos negros suyos llenos de repugnancia. Mientras me apartaba de él, una frase, «Si las miradas matasen…», cruzó por mi mente.
El timbre sonó en ese momento. Yo di un salto al oírlo y Edward Cullen abandonó su asiento. Se levantó con garbo de espaldas a mí —era mucho más alto de lo que pensaba— y cruzó la puerta del aula antes de que nadie se hubiera levantado de su silla.
Me quedé petrificada en la silla, contemplando con la mirada perdida cómo se iba. Era realmente mezquino. No había derecho. Empecé a recoger los bártulos muy despacio mientras intentaba reprimir la ira que me embargaba, con miedo a que se me llenaran los ojos de lágrimas. Solía llorar cuando me enfadaba, una costumbre humillante.
—Eres Isabella Swan, ¿no? —me preguntó una voz masculina.
Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro aniñado y el pelo rubio en punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no parecía creer que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
—¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—También mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una escuela tan pequeña.
Anduvimos juntos a clase. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda la conversación, lo cual fue un alivio. Había vivido en California hasta los diez años, por eso entendía cómo me sentía ante la ausencia del Sol. Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo había visto comportarse de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
—¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología? —pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido.
—No lo sé —le respondí—. No he hablado con él.
—Es un tipo raro. —Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.
Le sonreí antes de de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, solo teníamos que asistir dos años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había provocado, y recibido, cuando jugaba al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con los brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina.
Edward Cullen se encontraba de pie, en frente del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado pelo castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi causa. Debía de ser otra cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. El causante de su aspecto contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel desconocido sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una repentina corriente de viento helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero Edward Cullen se envaró y se giró —su agraciado rostro parecía ridículo— para traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia la recepcionista y de forma apresurada dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda.
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el rostro lívido en lugar de colorado— y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.
—¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.
Era casi el último coche que quedaba en el aparcamiento cuando entré en el monovolumen. Me pareció un refugio, el lugar más acogedor de aquel horrendo y húmedo agujero. Permanecí varios minutos sentada mirando por el parabrisas con la mirada ausente, pero pronto tuve tanto frío que necesité encender la calefacción. Arranqué y el motor rugió. Me dirigí de vuelta a la casa de Charlie, y traté de no llorar durante todo el camino.
Capítulo 2: Libro Abierto
El día siguiente fue mejor... y peor.
Fue mejor porque no llovió, aunque persistió la nubosidad densa y oscura; y más fácil, porque sabía qué podía esperar del día. Mike se acercó para sentarse a mi lado durante la clase de Lengua y me acompañó hasta la clase siguiente mientras Eric, el que parecía miembro de un club de ajedrez, lo fulminaba con la mirada. Me sentí halagada. Nadie me observaba tanto como el día anterior. Durante el almuerzo me senté con un gran grupo que incluía a Mike, Eric, Jessica y otros cuantos cuyos nombres y caras ya recordaba. Empecé a sentirme como si flotara en el agua en vez de ahogarme.
Fue peor porque estaba agotada. El ulular del viento alrededor de la casa no me había dejado dormir. También fue peor porque el Sr. Varner me llamó en la clase de Trigonometría, aun cuando no había levantado la mano, y di una respuesta equivocada. Rayó en lo espantoso porque tuve que jugar al voleibol y la única vez que no me aparté de la trayectoria de la pelota y la golpeé, ésta impactó en la cabeza de un compañero de equipo. Y fue peor porque Edward Cullen no apareció por la escuela, ni por la mañana ni por la tarde.
Que llegara la hora del almuerzo —y con ella las coléricas miradas de Cullen— me estuvo aterrorizando durante toda la mañana. Por un lado, deseaba plantarle cara y exigirle una explicación. Mientras permanecía insomne en la cama llegué a imaginar incluso lo que le diría, pero me conocía demasiado bien para creer que de verdad tendría el coraje de hacerlo. En comparación conmigo, el león cobardica de El mago de Oz era Terminator.
Sin embargo, cuando entré en la cafetería junto a Jessica —intenté contenerme y no recorrer la sala con la mirada para buscarle, aunque fracasé estrepitosamente— vi a sus cuatro hermanos, por llamarlos de alguna manera, sentados en la misma mesa, pero él no los acompañaba.
Mike nos interceptó en el camino y nos desvió hacia su mesa. Jessica parecía eufórica por la atención, y sus amigas pronto se reunieron con nosotros. Pero estaba incomodísima mientras escuchaba su despreocupada conversación, a la espera de que él acudiese. Deseaba que se limitara a ignorarme cuando llegara, y demostrar de ese modo que mis suposiciones eran infundadas.
Pero no llegó, y me fui poniendo más y más tensa conforme pasaba el tiempo.
Cuando al final del almuerzo no se presentó, me dirigí hacia la clase de Biología con más confianza. Mike, que empezaba a asumir todas las características de los perros golden retriever, me siguió fielmente de camino a clase. Contuve el aliento en la puerta, pero Edward Cullen tampoco estaba en el aula. Suspiré y me dirigí a mi asiento. Mike me siguió sin dejar de hablarme de un próximo viaje a la playa y se quedó junto a mi mesa hasta que sonó el timbre. Entonces me sonrió apesadumbrado y se fue a sentar al lado de una chica con un aparato ortopédico en los dientes y una horrenda permanente. Al parecer, iba a tener que hacer algo con Mike, y no iba a ser fácil. La diplomacia resultaba vital en un pueblecito como éste, donde todos vivían pegados los unos a los otros. Tener tacto no era lo mío, y carecía de experiencia a la hora de tratar con chicos que fueran más amables de la cuenta.
El tener la mesa para mí sola y la ausencia de Edward supuso un gran alivio. Me lo repetí hasta la saciedad, pero no lograba quitarme de la cabeza la sospecha de que yo era el motivo de su ausencia. Resultaba ridículo y egotista creer que yo fuera capaz de afectar tanto a alguien. Era imposible. Y aun así la posibilidad de que fuera cierto no dejaba de inquietarme.
Cuando al fin concluyeron las clases y hubo desaparecido mi sonrojo por el incidente del partido de voleibol, me enfundé los vaqueros y un jersey azul marino y me apresuré a salir del vestuario, feliz de esquivar por el momento a mi amigo, el golden retriever. Me dirigí a toda prisa al aparcamiento, ahora atestado de estudiantes que salían a la carrera. Me subí al coche y busqué en mi bolsa para cerciorarme de que tenía todo lo necesario.
La noche pasada había descubierto que Charlie era incapaz de cocinar otra cosa que huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. El se mostró dispuesto a cederme las llaves de la sala de banquetes. También me percaté de que no había comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra, tomé el dinero de un jarrón del aparador que llevaba la etiqueta «dinero para la comida» y ahora iba de camino hacia el supermercado Thriftway.
Puse en marcha aquel motor ensordecedor, hice caso omiso a los rostros que se volvieron en mi dirección y di marcha atrás con mucho cuidado al ponerme en la cola de coches que aguardaban para salir del aparcamiento. Mientras esperaba, intenté fingir que era otro coche el que producía tan ensordecedor estruendo. Vi que los dos Cullen y los gemelos Hale se subían a su coche. El flamante Volvo, por supuesto. Me habían fascinado tanto sus rostros que no había reparado antes en el atuendo; pero ahora que me fijaba, era obvio que todos iban magníficamente vestidos, de forma sencilla, pero con una ropa que parecía hecha por modistos. Con aquella hermosura y gracia de movimientos, podrían llevar harapos y parecer guapos. El tener tanto belleza como dinero era pasarse de la raya, pero hasta donde alcanzaba a comprender, la vida, por lo general, solía ser así. No parecía que la posesión de ambas cosas les hubiera dado cierta aceptación en el pueblo.
No, no creía que fuera de ese modo. En absoluto. Ese aislamiento debía de ser voluntario, no lograba imaginar ninguna puerta cerrada ante tanta belleza.
Contemplaron mi ruidoso monovolumen cuando les pasé, como el resto, pero continué mirando al frente y experimenté un gran alivio cuando estuve fuera del campus.
El Thriftway no estaba muy lejos de la escuela, unas pocas calles más al sur, junto a la carretera. Me sentí muy a gusto dentro del supermercado, me pareció normal. En Phoenix era yo quien hacía la compra, por lo que asumí con gusto el hábito de ocuparme de las tareas familiares. El mercado era lo bastante grande como para que no oyera el tamborileo de la lluvia sobre el tejado y me recordara dónde me encontraba.
Al llegar a casa, saqué los comestibles y los metí allí donde encontré un hueco libre. Esperaba que a Charlie no le importara. Envolví las patatas en papel de aluminio y las puse en el horno para hacer patatas asadas, dejé en adobo un filete y lo coloqué sobre una caja de huevos en el frigorífico.
Subí a mi habitación con la mochila después de hacer todo eso. Antes de ponerme con los deberes, me puse un chándal seco, me recogí la melena en una coleta y abrí el mail por vez primera. Tenía tres mensajes. Mi madre me había escrito.
Bella:
Escríbeme en cuanto llegues y cuéntame cómo te ha ido el vuelo. ¿Llueve? Ya te echo de menos. Casi he terminado de hacer las maletas para ir a Florida, pero no encuentro mi blusa rosa. ¿Sabes dónde la puse? Phil te manda saludos.
Mamá
Suspiré y leí el siguiente mensaje. Lo había enviado ocho horas después del primero. Decía:
¿Por qué no me has contestado? ¿A qué esperas? Mamá.
El último era de esa mañana.
Isabella:
Si no me has contestado a las 17:30, voy a llamar a Charlie.
Miré el reloj. Aún quedaba una hora, pero mi madre solía adelantarse a los acontecimientos.
Mamá:
Tranquila. Ahora te escribo. No cometas ninguna imprudencia.
Bella
Envié el mail empecé a escribir otra vez.
Mamá:
Todo va fenomenal. Llueve, por supuesto. He esperado a escribirte cuando tuviera algo que contarte. La escuela no es mala, sólo un poco repetitiva. He conocido a unos cuantos compañeros muy amables que se sientan conmigo durante el almuerzo.
Tu blusa está en la tintorería. Se supone que la ibas a recoger el viernes.
Charlie me ha comprado un monovolumen. ¿Te lo puedes creer? Me encanta. Es un poco antiguo, pero muy sólido, y eso me conviene, ya me conoces.
Yo también te echo de menos. Pronto volveré a escribir, pero no voy a estar revisando el correo electrónico cada cinco minutos. Respira hondo y relájate. Te quiero.
Bella
Había decidido volver a leer Cumbres borrascosas por placer —era la novela que estábamos estudiando en clase de Literatura—, y en ello estaba cuando Charlie llegó a casa. Había perdido la noción del tiempo, por lo que me apresuré a bajar las escaleras, sacar del horno las patatas y meter el filete para asarlo.
— ¿Bella? —gritó mi padre al oírme en la escalera.
¿Quién iba a ser si no?, me pregunté.
—Hola, papá, bienvenido a casa.
—Gracias.
Colgó el cinturón con la pistola y se quitó las botas mientras yo trajinaba en la cocina. Que yo supiera, jamás había disparado en acto de servicio. Pero siempre la mantenía preparada. De niña, cuando yo venía, le quitaba las balas al llegar a casa. Imagino que ahora me consideraba lo bastante madura como para no matarme por accidente, y no lo bastante deprimida como para suicidarme.
— ¿Qué vamos a comer? —preguntó con recelo.
Mi madre solía practicar la cocina creativa, y sus experimentos culinarios no siempre resultaban comestibles. Me sorprendió, y entristeció, que todavía se acordara.
—Filete con patatas —contesté para tranquilizarlo.
Parecía encontrarse fuera de lugar en la cocina, de pie y sin hacer nada, por lo que se marchó con pasos torpes al cuarto de estar para ver la tele mientras yo cocinaba. Preparé una ensalada al mismo tiempo que se hacía el filete y puse la mesa.
Lo llamé cuando estuvo lista la cena y olfateó en señal de apreciación al entrar en la cocina.
—Huele bien, Bella.
—Gracias.
Comimos en silencio durante varios minutos, lo cual no resultaba nada incómodo. A ninguno de los dos nos disgustaba el silencio. En cierto modo, teníamos caracteres compatibles para vivir juntos.
—Y bien, ¿qué tal el instituto? ¿Has hecho alguna amiga? —me preguntó mientras se echaba más.
—Tengo unas cuantas clases con una chica que se llama Jessica y me siento con sus amigas durante el almuerzo. Y hay un chico, Mike, que es muy amable. Todos parecen buena gente.
Con una notable excepción.
—Debe de ser Mike Newton. Un buen chico y una buena familia. Su padre es el dueño de una tienda de artículos deportivos a las afueras del pueblo. Se gana bien la vida gracias a los excursionistas que pasan por aquí.
— ¿Conoces a la familia Cullen? —pregunté vacilante.
— ¿La familia del doctor Cullen? Claro. El doctor Cullen es un gran hombre.
—Los hijos... son un poco diferentes. No parece que en el instituto caigan demasiado bien.
El aspecto enojado de Charlie me sorprendió.
— ¡Cómo es la gente de este pueblo! —murmuró—. El doctor Cullen es un eminente cirujano que podría trabajar en cualquier hospital del mundo y ganaría diez veces más que aquí —continuó en voz más alta—. Tenemos suerte de que vivan acá, de que su mujer quiera quedarse en un pueblecito. Es muy valioso para la comunidad, y esos chicos se comportan bien y son muy educados. Albergué ciertas dudas cuando llegaron con tantos hijos adoptivos. Pensé que habría problemas, pero son muy maduros y no me han dado el más mínimo problema. Y no puedo decir lo mismo de los hijos de algunas familias que han vivido en este pueblo desde hace generaciones. Se mantienen unidos, como debe hacer una familia, se van de camping cada tres fines de semana... La gente tiene que hablar sólo porque son recién llegados.
Era el discurso más largo que había oído pronunciar a Charlie. Debía de molestarle mucho lo que decía la gente.
Di marcha atrás.
—Me parecen bastante agradables, aunque he notado que son muy reservados. Y todos son muy guapos —añadí para hacerles un cumplido.
—Tendrías que ver al doctor —dijo Charlie, y se rió—. Por fortuna, está felizmente casado. A muchas de las enfermeras del hospital les cuesta concentrarse en su tarea cuando él anda cerca.
Nos quedamos callados y terminamos de cenar. Recogió la mesa mientras me ponía a fregar los platos. Regresó al cuarto de estar para ver la tele. Cuando terminé de fregar —no había lavavajillas—, subí con desgana a hacer los deberes de Matemáticas. Sentí que lo hacía por hábito. Esa noche fue silenciosa, por fin. Agotada, me dormí enseguida.
El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Me acostumbré a la rutina de las clases. Aunque no recordaba todos los nombres, el viernes era capaz de reconocer los rostros de la práctica totalidad de los estudiantes del instituto. En clase de gimnasia los miembros de mi equipo aprendieron a no pasarme el balón y a interponerse delante de mí si el equipo contrario intentaba aprovecharse de mis carencias. Los dejé con sumo gusto.
Edward Cullen no volvió a la escuela.
Todos los días vigilaba la puerta con ansiedad hasta que los Cullen entraban en la cafetería sin él. Entonces podía relajarme y participar en la conversación que, por lo general, versaba sobre una excursión a La Push Ocean Park para dentro de dos semanas, un viaje que organizaba Mike. Me invitaron y accedí a ir, más por ser cortés que por placer. Las playas deben ser calientes y secas.
Cuando llegó el viernes, yo ya entraba con total tranquilidad en clase de Biología sin preocuparme de si Edward estaría allí. Hasta donde sabía, había abandonado la escuela. Intentaba no pensar en ello, pero no conseguía reprimir del todo la preocupación de que fuera la culpable de su ausencia, por muy ridículo que pudiera parecer.
Mi primer fin de semana en Forks pasó sin acontecimientos dignos de mención. Charlie no estaba acostumbrado a quedarse en una casa habitualmente vacía, y lo pasaba en el trabajo. Limpié la casa, avancé en mis deberes y escribí a mi madre varios correos electrónicos de fingida jovialidad. El sábado fui a la biblioteca, pero tenía pocos libros, por lo que no me molesté en hacerme la tarjeta de socio. Pronto tendría que visitar Olympia o Seattle y buscar una buena librería. Me puse a calcular con despreocupación cuánta gasolina consumiría el monovolumen y el resultado me produjo escalofríos.
Durante todo el fin de semana cayó una lluvia fina, silenciosa, por lo que pude dormir bien.
Mucha gente me saludó en el aparcamiento el lunes por la mañana, no recordaba los nombres de todos, pero agité la mano y sonreí a todo el mundo. En clase de Literatura, fiel a su costumbre, Mike se sentó a mi lado. El profesor nos puso un examen sorpresa sobre Cumbres borrascosas. Era fácil, sin complicaciones.
En general, a aquellas alturas me sentía mucho más cómoda de lo que había creído. Más satisfecha de lo que hubiera esperado jamás.
Al salir de la clase, el aire estaba lleno de remolinos blancos. Oí a los compañeros dar gritos de júbilo. El viento me cortó la nariz y las mejillas.
— ¡Vaya! —Exclamó Mike—. Nieva.
Estudié las pelusas de algodón que se amontaban al lado de la acera y, arremolinándose erráticamente, pasaban junto a mi cara.
— ¡Uf!
Nieve. Mi gozo en un pozo. Mike se sorprendió.
— ¿No te gusta la nieve?
—No. Significa que hace demasiado frío incluso para que llueva —obviamente—. Además, pensaba que caía en forma de copos, ya sabes, que cada uno era único y todo eso. Éstos se parecen a los extremos de los bastoncillos de algodón.
— ¿Es que nunca has visto nevar? —me preguntó con incredulidad.
— ¡Sí, por supuesto! —Hice una pausa y añadí—: En la tele.
Mike se rió. Entonces una gran bola húmeda y blanda impactó en su nuca. Nos volvimos para ver de dónde provenía. Sospeché de Eric, que andaba en dirección contraria, en la dirección equivocada para ir a la siguiente clase. Era evidente que Mike pensó lo mismo, ya que se acuclilló y empezó a amontonar aquella papilla blancuzca.
—Te veo en el almuerzo, ¿vale? —continué andando sin dejar de hablar—. Me refugio dentro cuando la gente se empieza a lanzar bolas de nieve.
Mike asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la figura de Eric, que emprendía la retirada.
Se pasaron toda la mañana charlando alegremente sobre la nieve. Al parecer era la primera nevada del nuevo año. Mantuve el pico cerrado. Sí, era más seca que la lluvia... hasta que se descongelaba en los calcetines.
Jessica y yo nos dirigimos a la cafetería con mucho cuidado después de la clase de español. Las bolas de nieve volaban por doquier. Por si acaso, llevaba la carpeta en las manos, lista para emplearla como escudo si era menester. Jessica se rió de mí, pero había algo en la expresión de mi rostro que le desaconsejó lanzarme una bola de nieve.
Mike nos alcanzó cuando entramos en la sala; se reía mientras la nieve que tenía en las puntas del su pelo se fundía. Él y Jessica conversaban animadamente sobre la pelea de bolas de nieve; hicimos cola para comprar la comida. Por puro hábito, eché una ojeada hacia la mesa del rincón. Entonces, me quedé petrificada. La ocupaban cinco personas.
Jessica me tomó por el brazo.
— ¡Eh! ¿Bella? ¿Qué quieres?
Bajé la vista, me ardían las orejas. Me recordé a mí misma que no había motivo alguno para sentirme cohibida. No había hecho nada malo.
— ¿Qué le pasa a Bella? —le preguntó Mike a Jessica.
—Nada —contesté—. Hoy sólo quiero un refresco.
Me puse al final de la cola.
— ¿Es que no tienes hambre? —preguntó Jessica.
—La verdad es que estoy un poco mareada —dije, con la vista aún clavada en el suelo.
Aguardé a que tomaran la comida y los seguí a una mesa sin apartar los ojos de mis pies.
Bebí el refresco a pequeños sorbos. Tenía un nudo en el estómago. Mike me preguntó dos veces, con una preocupación innecesaria, cómo me encontraba. Le respondí que no era nada, pero especulé con la posibilidad de fingir un poco y escaparme a la enfermería durante la próxima clase.
Ridículo. No tenía por qué huir.
Decidí permitirme una única miradita a la mesa de la familia Cullen. Si me observaba con furia, pasaría de la clase de Biología, ya que era una cobarde.
Mantuve el rostro inclinado hacia el suelo y miré de reojo a través de las pestañas. Alcé levemente la cabeza.
Se reían. Edward, Jasper y Emmett tenían el pelo totalmente empapado por la nieve. Alice y Rosalie retrocedieron cuando Emmett se sacudió el pelo chorreante para salpicarlas. Disfrutaban del día nevado como los demás, aunque ellos parecían salidos de la escena de una película, y los demás no.
Pero, aparte de la alegría y los juegos, algo era diferente, y no lograba identificar qué. Estudié a Edward con cuidado. Decidí que su tez estaba menos pálida, tal vez un poco colorada por la pelea con bolas de nieve, y que las ojeras eran menos acusadas, pero había algo más. Lo examinaba, intentando aislar ese cambio, sin apartar la vista de él.
—Bella, ¿a quién miras? —interrumpió Jessica, siguiendo la trayectoria de mi mirada.
En ese preciso momento, los ojos de Edward centellearon al encontrarse con los míos.
Ladeé la cabeza para que el pelo me ocultara el rostro, aunque estuve segura de que, cuando nuestras miradas se cruzaron, sus ojos no parecían tan duros ni hostiles como la última vez que le vi. Simplemente tenían un punto de curiosidad y, de nuevo, cierta insatisfacción.
—Edward Cullen te está mirando —me murmuró Jessica al oído, y se rió.
—No parece enojado, ¿verdad? —tuve que preguntar.
—No —dijo, confusa por la pregunta—. ¿Debería estarlo?
—Creo que no soy de su agrado —le confesé. Aún me sentía mareada, por lo que apoyé la cabeza sobre el brazo.
—A los Cullen no les gusta nadie... Bueno, tampoco se fijan en nadie lo bastante para les guste, pero te sigue mirando.
—No le mires —susurré.
Jessica se rió con disimulo, pero desvió la vista. Alcé la cabeza lo suficiente para cerciorarme de que lo había hecho. Estaba dispuesta a emplear la fuerza si era necesario.
Mike nos interrumpió en ese momento; estaba planificando una épica batalla de nieve en el aparcamiento y nos preguntó si deseábamos participar. Jessica asintió con entusiasmo. La forma en que miraba a Mike dejaba pocas dudas, asentiría a cualquier cosa que él sugiriera. Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre, ya que parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente. No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.
Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva. Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. Lo miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el microscopio, pero me acobardó su caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera comparaban dos diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Edward... sin éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.
Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase por el microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos seáis compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Jessica durante el almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha, y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que acababa de decir. Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba simpático—. ¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.
—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una afirmación, no una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto, pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.
Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con transparencias del retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el microscopio, pero era incapaz de controlar mis pensamientos.
Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula con la misma rapidez y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré fijamente.
Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé meneando el rabo.
— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran exactamente iguales. ¡Qué suerte tener a Cullen como compañero!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición, pero me arrepentí inmediatamente y antes de que se molestara añadí—: Es que ya he hecho esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos poníamos los impermeables. No parecía demasiado complacido.
Intenté mostrar indiferencia y dije:
—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.
No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos encaminábamos hacia el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación física. Mike formaba parte de mi equipo ese día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la suya, por lo que pude pasar el tiempo pensando en las musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis compañeros de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.
La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento, pero me sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la cremallera del impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo mojado para que se secara mientras volvía a casa.
Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me percaté de una figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen, que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo a unos tres coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás tan deprisa que estuve a punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi monovolumen podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro lado de mi coche, y volví a meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando pasé junto al Volvo, pero juraría que lo vi reírse cuando le miré de soslayo.Capítulo 3: El Prodigio
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad en lugar de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a Edward Cullen, lo cual era una soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo, debería evitarlo a toda costa. Además, desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos. Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba claro, el día iba a ser una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor a sucumbir, a entregarme a especulaciones no deseadas sobre Edward Cullen, pensé en Mike y en Eric, y en la evidente diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y los de Phoenix. Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me habían visto pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar donde escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me encasillaban en el papel de damisela en apuros. Fuera cual fuera la razón, me desconcertaba que Mike se comportara como un perrito faldero y que Eric se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena de caos en Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera del monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos del coche. Se me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltada, alcé la vista.
Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas, sino que el flujo de adrenalina hizo que mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.
Edward Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me miraba con rostro de espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro que patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y que dio un brutal trompo sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del monovolumen, y yo estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba, inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.
Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición en voz baja, y era imposible no reconocerla. Dos grandes manos blancas se extendieron delante de mí para protegerme y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba. Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó exactamente donde hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes de que todo el mundo se pusiera a chillar. Oí a más de un persona que me llamaba en la repentina locura que se desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz suave y desesperada de Edward Cullen que me hablaba al oído.
— ¿Bella? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de que me apretaba contra su costado con mano de acero.
—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.
— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que intentaba contener la risa.
— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro, lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas al lado de tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín. Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que me pusieran a salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente. Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de Edward, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos con una gama de expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de preocupación por la integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron a utilizar una camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.
El interpelado alzó la mano para hacerle callar.
—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó entrever sus dientes deslumbrantes. Se sentó en el borde de la cama de Tyler, me miró y volvió a sonreír con suficiencia.
— ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme —me quejé—. ¿Por qué no te han atado a una camilla como a nosotros?
—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a liberarte.
Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven, rubio y más guapo que cualquier estrella de cine, aunque estaba pálido y ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo que me había dicho Charlie, ése debía de ser el padre de Edward.
—Bueno, señorita Swan —dijo el doctor Cullen con una voz marcadamente seductora—, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien —repetí, ojala fuera por última vez.
Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.
—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza? Edward me ha dicho que se dio un golpe bastante fuerte.
—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba una rápida mirada de enojo a Edward.
El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató cuando esbocé un gesto de dolor.
— ¿Le duele? —preguntó.
—No mucho.
Había tenido jaquecas peores.
Oí una risita, busqué a Edward con la mirada y vi su sonrisa condescendiente. Entrecerré los ojos con rabia.
—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede ir a casa con él, pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno de visión.
— ¿No puedo ir a la escuela? —inquirí al imaginarme los intentos de Charlie por ser atento.
—Hoy debería tomarse las cosas con calma.
Fulminé a Edward con la mirada.
— ¿Puede él ir a la escuela?
—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido —dijo con suficiencia.
—En realidad —le corrigió el doctor Cullen— parece que la mayoría de los estudiantes están en la sala de espera.
— ¡Oh, no! —gemí, cubriéndome el rostro con las manos.
El doctor Cullen enarcó las cejas.
— ¿Quiere quedarse aquí?
— ¡No, no! —insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde de la camilla y me levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me tambaleé y el doctor Cullen me sostuvo. Parecía preocupado.
—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena explicarle que mi falta de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la cabeza.
—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió mientras me sujetaba.
—No me duele mucho —insistí.
—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa mientras firmaba mi informe con una fioritura.
—La suerte fue que Edward estuviera a mi lado —le corregí mirando con dureza al objeto de mi declaración.
—Ah, sí, bueno —musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado con los papeles que tenía delante. Después, miró a Tyler y se marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que el doctor estaba al tanto de todo.
—Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros un poquito más —le dijo a Tyler, y empezó a examinar sus heridas.
Me acerqué a Edward en cuanto el doctor me dio la espalda.
— ¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se apartó un paso de mí, con la mandíbula tensa.
—Tu padre te espera —dijo entre dientes.
Miré al doctor Cullen y a Tyler, e insistí:
—Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.
Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la gran sala. Casi tuve que correr para seguirlo, pero se volvió para hacerme frente tan pronto como nos metimos en un pequeño corredor.
— ¿Qué quieres? —preguntó molesto.
Su mirada era glacial y su hostilidad me intimidó, hablé con más severidad de la que pretendía.
—Me debes una explicación —le recordé.
——Te salvé la vida. No te debo nada.
Retrocedí ante el resentimiento de su tono.
—Me lo prometiste.
—Bella, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué hablas.
Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto desafiante.
—No me pasaba nada en la cabeza.
Me devolvió la mirada de desafío.
— ¿Qué quieres de mí, Bella?
—Quiero saber la verdad —dije—. Quiero saber por qué miento por ti.
— ¿Qué crees que pasó? —preguntó bruscamente.
—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada— es que no estabas cerca de mí, en absoluto, y Tyler tampoco te vio, de modo que no me vengas con eso de que me he dado un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has salido ileso. Y luego la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas...
Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de continuar. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas de pura rabia. Rechiné los dientes para intentar contenerlas.
Edward me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y permanecía a la defensiva.
— ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?
Su voz cuestionaba mi cordura, pero sólo sirvió para alimentar más mis sospechas, ya que parecía la típica frase perfecta que pronuncia un actor consumado. Apreté la mandíbula y me limité a asentir con la cabeza.
—Nadie te va a creer, ya lo sabes.
Su voz contenía una nota de burla y desdén.
—No se lo voy a decir a nadie.
Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra, controlando mi enfado con cuidado. La sorpresa recorrió su rostro.
—Entonces, ¿qué importa?
—Me importa a mí —insistí—. No me gusta mentir, por eso quiero tener un buen motivo para hacerlo.
— ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
—Gracias.
Esperé, furiosa, echando chispas.
—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No.
—En tal caso... espero que disfrutes de la decepción.
Enfadados, .nos miramos el uno al otro, hasta que al final rompí el silencio intentando concentrarme. Corría el peligro de que su rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como intentar apartar la vista de un ángel destructor.
— ¿Por qué te molestaste en salvarme? —pregunté con toda la frialdad que pude.
Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro bellísimo fue inesperadamente vulnerable.
—No lo sé —susurró.
Entonces me dio la espalda y se marchó.
Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder moverme. Cuando pude andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al fondo del corredor.
La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a quienes conocía en Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban fijamente. Charlie se acercó a toda prisa. Levanté las manos.
—Estoy perfectamente —le aseguré, hosca. Seguía exasperada y no estaba de humor para charlar.
— ¿Qué dijo el médico?
—El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y puedo irme a casa.
Suspiré. Mike y Jessica y Eric me esperaban y ahora se estaban acercando.
—Vamonos —le urgí.
Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y me condujo a las puertas de cristal de la salida. Saludé tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza de que comprendieran que no había de qué preocuparse. Fue un gran alivio subirme al coche patrulla, era la primera vez que experimentaba esa sensación.
Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que apenas era consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura de que esa actitud a la defensiva de Edward en el pasillo no era sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis propios ojos.
Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:
—Eh... Esto... Tienes que llamar a Renée.
Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.
— ¡Se lo has dicho a mamá!
—Lo siento.
Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más fuerte de lo necesario.
Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que asegurarle que estaba bien por lo menos treinta veces antes de que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando que en aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me resultó mucho más fácil de lo que pensaba. El misterio que Edward representaba me consumía; aún más, él me obsesionaba. Tonta. Tonta. Tonta. No tenía tantas ganas de huir de Forks como debiera, como hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.
Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no dejaba de mirarme con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el cuarto de baño al subir y me tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando éste remitió.
Esa fue la primera noche que soñé con Edward Cullen.
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